Fecha de publicación: 19/09/2024
Reflexionar sobre la práctica pedagógica se constituye en una tarea con cierto nivel de complejidad, pues implica pararse en un punto de un camino, cuyo horizonte es infinito y voltear la cara, observar el trayecto recorrido para hacer consciente cómo se ha llegado ahí; cómo se ha dado el salto, si el sendero no era nada sencillo. Es regresar al momento de partir y recordar cuando apenas sabías caminar, sin encontrar explicación, pues, había pasado un proceso de formación en la universidad, que implicaba una preparación, no solo para aprender a caminar, sino para poder desplazarse de tal forma que, el andar no fuera el más fácil, sino el más adecuado.
Sin embargo, cuando a una persona le gusta su trabajo, lucha por él, busca herramientas y si no las encuentra, las crea. Se olvida un poco de la universidad académica y se involucra en una práctica, en una labor, cuyo saber se adquiere por ensayo y error; es la universidad de la vida, de la práctica social.
Así fue mi inicio como educadora, como maestra. Mi vida profesional ha sido un reto a partir del momento, cuando pisé las puertas de un aula, dónde no sabía qué hacer. Llegué a una Institución, de carácter diferente a las demás escuelas de carácter público, que conocí a través de suplencias. En estas últimas, pude apreciar la vigencia de modelos de enseñanza por los cuales yo fui educada, diecisiete años atrás. También había trabajado en enseñanza individualizada con niños, ayudándolos con las tareas, mediante horas particulares; fue un trabajo previo a mi graduación como licenciada en educación y en la fase de profesora novel. Pude darme cuenta que las actividades utilizadas para facilitar el aprendizaje eran: las copias, los dictados, las caligrafías, la memorización, las abstracciones matemáticas, sin lógica ni explicación (por ejemplo, en cuanto a que en la suma o adición se lleva una y no una decena, una centena y así sucesivamente) y, la nota cuantitativa como el premio o el castigo. Esta situación la veía con normalidad; yo me había formado así; como docente en formación inicial, tenía pocas críticas al respecto, a pesar de mi gran inclinación a la lectura de textos escritos por personajes, cuyos planteamientos revolucionaron al mundo tales como: Carlos Marx, León Trotsky, Federico Engels, entre otros. Un compañero de la Universidad, que habíamos coincidido en una asignatura, en reiteradas oportunidades me había invitado que fuera dicha institución, que él trabajaba allá y que yo tenía perfil, para ejercer en ese colegio. Un día, coincidimos en un autobús, me habló de una actividad para seleccionar personal y como ya estaba en el último semestre de la universidad, a un mes y medio de culminar la carrera, decidí ir. Era el momento de encontrar un trabajo que me generara mejores ingresos que mis clases particulares.
Cuando llegué al instituto María Montessori de San Cristóbal, me topo con una realidad diferente. Resulto evaluada en un taller, en el cual participaba todo el personal de la institución y algunos invitados para optar a cargos de profesores. Cada miembro se presentó y, de algún modo expresó su visión sobre la institución. Yo me emocioné; era algo distinto. Se trataba de analizar la situación del colegio, el cual se encontraba en crisis por ausencia de personal docente, dispuesto a trabajar bajo su filosofía. Participé en las discusiones y dramatizaciones y todo me pareció posible. Así resulté seleccionada como candidata a optar un cargo. Recuerdo que fue un fin de semana largo. Al final del sábado, me informaron que debía iniciar con el cargo de maestra, para el día Lunes. Todo me cuadraba muy bien, yo estudiaba por las tardes noches.
Recuerdo que nos asignaron entrar a primer grado, mientras nos anunciaban a los grupos con los cuales trabajaríamos. Éramos dos maestros nuevos y una maestra experimentada. La directora también estaba nueva en el cargo, pero había un equipo asesor, dispuesto a brindar atención al personal. Pasado el recreo, a eso de las 10, entré al aula, un quinto grado. Había un pizarrón, tizas, estanterías de bibliotecas disponibles a los niños, con un número considerable de libros, carteleras, una alfombra que delimitaba una sala de charla y, un grupo de estudiantes a la espera de un docente, cuyas características nunca las supe, más sin embargo las mías no cumplían sus expectativas. Los pupitres eran unas mesas, de colores vivos, diseñadas con una forma que permitía, al juntarlas, conformar círculos.
Así fue el comienzo de ser docente; sin ubicarme en ningún paradigma, pues para el momento no tenía clara ninguna corriente pedagógica. Buscaba en mi computadora mental y encontraba ideas vagas de sociologismos, psicologismos, historicismos, etc., sin aplicabilidad para el momento. Recordaba a Paulo Freire con la idea de la Tabula Rasa y no quería ser ese docente poseedor de conocimientos, pero tampoco sabía ser otro. Ello, supongo hoy, fue consecuencia de la exagerada cantidad de teoría repetida por mi memoria, revisada superficialmente y que no fue procesada e incorporada a mis esquemas cognitivos, durante los cinco años de carrera universitaria, que estaba a punto de culminar, en ese entonces. Me arropaba la angustia, en aquellos momentos, porque percibía que necesitaba herramientas y parecía no saber nada.
Decidí experimentar con técnicas grupales, las cuales estudiamos en la carrera, desde los campos de psicología y orientación educativa. Algunas dieron resultados, otras terminaron en un desastre. El grupo de niños, con el cual me estrené era muy fuerte. Estaban confundidos, con respecto a su interpretación indebida del término libertad, tanto, como su maestra anterior, con quienes habían pasado un mes. En semejante situación llegaba yo, otra persona distinta, quien apenas estaba finalizando los estudios universitarios, sin haber consolidado un perfil docente que le otorgara seguridad, pero muy necesitada de trabajar.
Muchas cosas preocupaban, pero el manejo de grupo, era el mayor tormento. Percibía que los niños no tenían normas, más ignoraba la discusión como vía para llegar a acuerdos con el grupo. Quería trabajar todo con autoridad, pero sin seguridad, por lo cual perdía el liderazgo y la autonomía. Caía en la manipulación de los niños. Cosas tan importantes nunca se discutieron en el aula universitaria durante mi formación docente. Ello era frustrante; saber que después de tanto estudio y de aprobar las prácticas docentes, con excelente calificación, las herramientas para el desempeño profesional fueran tan pocas. Llegaba a llorar a mi casa y mi madre me daba aliento, me daba valeriana, me invitaba a descansar y a seguir. Nunca me desalentó, siempre me decía que eso era mientras aprendía. Tenía razón.
Sin embargo, enfrenté la situación y como estrategias de enseñanza implementé la investigación bibliográfica, las clases magistrales y la realización de algunos experimentos en el aula. Fueron actividades que me permitieron un mejor control grupal. Recuerdo como si fuera hoy, cuando una colega representante, entró al aula y con toda una experiencia, agarró el material que estábamos trabajando y dirigió por un tiempo, no muy largo, la clase. Hizo una modelación de cómo dirigir la discusión. Yo pude apreciar su seguridad y liderazgo, su postura corporal y, fue como la mejor versión y enseñanza a ser docente que alguien pudo generarme. Ahí, creo que obtuvo mi cerebro, parte de la información que necesitaba de cómo hacer las cosas. Fue como el ejemplo.
Aunado al manejo de grupo y la disciplina en el aula, estaba otra preocupación: la planificación. Encuadrada en unos esquemas verticales, aprendidos en la universidad, tenía que virar a otros más abiertos, desconocidos para el momento y, de cuya funcionalidad no estaba convencida. Además, la revisión del programa me generaba angustia; lo veía como un monstruo de contenidos, muchos de los cuales no tenían utilidad para los niños; su cumplimiento era incompatible con el tiempo.
Con la disposición de mejorar la situación, solicitaba entrevistas con el psicólogo del colegio, con los asesores académicos, discutía casos con algunos de los compañeros de trabajo, comentaba con los compañeros de estudio que tenían experiencia en docencia, leía materiales bibliográficos recomendados y asistía a los talleres de formación. Un día a la semana teníamos discusión de la planificación. Yo presionaba a la asesora, quien me recibía los domingos a las 7 de la mañana para revisar la planificación. A las 10 regresaba a mi casa y la corregía y entre semana, un día de 7 a 8 de la mañana, volvía a discutirla. Los fines de semana eran dedicados a planificar. Y de pronto tenía que cambiar todo lo planificado, porque no estaba bien. Era un esfuerzo maratónico, pero yo apostaba al aprendizaje.
Escuchaba con atención a los padres. Había de todo. Padres conscientes de la situación de la institución, dispuestos a ayudar, como aquellos que estaban criticando y armando líos por la situación. Yo los atendía a todos y los escuchaba con atención, tratando de agarrar de todos, la información valiosa para mejorar y, como se dice en el argot popular: “agarrar la sartén por el mango.”
Así, por ensayo y error, fui descubriendo lo más funcional. Pero, a pesar del esfuerzo y el trabajo arduo, me sentía inconforme e inquieta. Intuía la existencia de otras formas de enseñanza. Ya estaba involucrada en el proceso, entendía mejor la filosofía del colegio, enmarcada en la formación real de niños críticos, creativos, con libertad de expresión, pero también con límites en su accionar.
Así terminé el año escolar, recibiendo un feed back sobre mi labor tildada de tradicionalista. En el momento me pareció injusto, pero eso me permitió reflexionar y reconocer que, si bien no utilizaba estrategias tradicionales como el dictado, la copia o los cuestionarios, tampoco llevé a los niños al campo, las producciones escritas fueron escasas, no hubo producciones de manualidades significativas y la creatividad se vio opacada por interés centrado en la disciplina y el control grupal.
Las inquietudes surgidas sobre la labor y el visualizar la educación como una de las vías para alcanzar el cambio en Venezuela, fueron los estímulos que me permitieron la revisión de otras experiencias pedagógicas como Summerhill, los escritos de María Montessori y la participación abierta en talleres para la enseñanza de las ciencias, las matemáticas, la lectura y escritura, desde perspectivas constructivistas. Igual, una representante me invitó muy gentilmente y me regaló la oportunidad de estar en una actividad con la autora de la Teoría del Cerebro Triuno: Elaine de Beauport. Fue una ayuda increíble, ahí en ese evento pude darme cuenta de la importancia de las diferentes funciones cerebrales: lo emocional y lo racional, lo lógico y lo creativo, lo intuitivo. Siempre valoraré aquel gesto de esa mamá preocupada y diligente, quien se reunió conmigo a partir de una situación del aula y, al ver mi interés por salir adelante, decidió incorporarme al protocolo y pude aprovechar el evento.
Progresivamente, comencé a percibir resultados positivos. Con el nuevo grupo, mi labor fue de más calidad. También era un grupo con características muy particulares. Igual, me sentía retada y con mayor seguridad. Se realizaron diversas actividades: trabajos de campo, experimentos, revisión de materiales bibliográficos, elaboración de manualidades, periódicos, producciones escritas, entre otras cosas. La actividad dirigida era menos mecánica, pero poco reflexiva. Los problemas de grupo, en cuanto a normas se refiere, eran frecuentes. Esto último, que seguía siendo agobiante, era producto, un poco, al momento histórico de la institución, que apostaba por un cambio didáctico de acuerdo a los nuevos enfoques pedagógicos y, otra parte, era consecuencia a factores personales, de los cuales comenzaba a tener consciencia; eran cualidades imprescindibles para tener éxito como docente en un aula abierta. Se trata de la afectividad y la empatía.
La misma cultura institucional permitió hacer consciente estas limitaciones e inicié un proceso de trabajo psicológico enfocado en el crecimiento personal, que permitió superar estos aspectos. Pude expresar, de forma genuina, afecto a mis estudiantes, abrazarlos, compartir con ellos mis alegrías y triunfos, comunicarles mis gustos y disgustos sobre situaciones diversas e igual, abrirme como se abre una rosa, para recibir el sol y, recibir la luz que iluminan los niños cuando expresan sus alegrías, pesares y fantasías. Pude disfrutar sus conversaciones y percibir su afecto. Recuerdo, que una niña, quien era mínima de tamaño en comparación a sus compañeros, pero un pequeño remolino, se le ocurrían cosas y animaba a otros, era líder, escribió al final del curso sobre los aprendizajes significativos, que había aprendido a cuidar las hojas blancas. Ese año todavía estaba super apegada al programa y colocaba unas operaciones que a los niños les costaba, porque eran abstractas, no tenían mucho significado para ellos. Pero, me llamaba la atención que los niños hacían unos cálculos mentales, extraños para mí, pero eran exactos. Su pensamiento lógico estaba desarrollado, estaban en la etapa de formalización de operaciones.
Este es el proceso del “darse cuenta”, el estar atento a nuestras actuaciones y reflexionar sobre ellas; es una cuestión imprescindible en la labor docente, cuya función esencial es la enseñanza, entendida como ese proceso pensado, planificado, mediante el cual el docente crea las condiciones para que sus estudiantes aprendan. (Freire, 2004). Se trata, no solo de condiciones cognitivas, sino también afectivas, comunicacionales, innovadoras, entre otras cosas. En este sentido, surge la siguiente inquietud: ¿Puede enseñar un docente ogro? Son cosas que no se discutieron durante el proceso de formación inicial como docente. Generalmente, en la universidad se revisan materiales y se conversa sobre la importancia de la afectividad en los niños, de por si el afecto es un principio pedagógico, pero cómo desarrollarlo en los docentes, no recuerdo haberlo trabajado. Ahora, pues hay todo un compendio teórico al respecto y se habla de inteligencia emocional, el asunto está en si las carreras de educación están trabajando de manera adecuada estos contenidos tan necesarios en los docentes.
Con el tiempo, el trabajo docente fue concretándose con mayor claridad, tranquilidad y seguridad. Siempre pensando en el desarrollo de los niños; la actitud era de continua búsqueda de estrategias interesantes, dirigidas a potenciar el pensamiento, la creatividad y la participación. También me preocupé y ocupé con respecto a la estabilidad emocional de los discentes y los ayudaba en lo que podía. Intentaba, a toda costa, poner en práctica la teoría constructivista, más no pude ubicar mi práctica en una corriente pedagógica exclusiva. A veces era piagetiana, conductista, e incluso, había en la práctica algo de arte, en el sentido que lo planteó Stenhouse (1995), en su artículo: “La investigación del Currículo y el arte del profesor.” Este autor plantea el perfeccionamiento del docente a través de la práctica de su labor y en cuya evolución el desarrollo del currículo juega un papel preponderante. Percibo que en la institución los docentes desenrollábamos el currículo y lo rehacíamos a través de la práctica de los proyectos que el colegio había adoptado y, esa experiencia pedagógica, asumida con suma responsabilidad y casi como un reto, permitió, en parte, el crecimiento profesional.
Se trataba de la planificación en proyectos, la cual, para el momento consistía en elegir una situación o problema y a partir de allí, ejecutar una unidad de enseñanza y aprendizaje, visualizando el estudio del conocimiento como una totalidad y no en fragmentos, ni parcelas. Se nos propuso a los docentes y empecé a implementar el modelo. Los resultados fueron más satisfactorios en todos los sentidos; mi creatividad se hizo presente al máximo y mi autonomía más diáfana. Los niños participaban de algún modo en la planificación y el trabajo resultó más productivo. De esta forma puse en práctica los proyectos: Quebrada de la Machirí, El desarrollo de la vida en nuestro planeta, Los indígenas y su huella en el presente y, El plan Lector para primera Etapa, en el cual se hace énfasis en la lectoescritura como medio de comunicación, en el desarrollo del pensamiento matemático, en función del razonamiento, en despertar el interés por la ciencia y la naturaleza, mediante actividades encaminadas a potenciar la creatividad del niño y del docente.
Después de este recuento experiencial, pienso que la idea no fue la de ser la docente perfecta, porque la idea no es la perfección, sino la eficiencia enmarcada dentro de una realidad cambiante y dinámica. Ello implicó una actualización constante. Al respecto, para el momento, me llaman la atención las propuestas y discursos de los pedagogos Olga Lucía Zuluaga y Alberto Martínez Boom, quienes estaban en boga, con su propuesta enmarcada en el rescate del discurso pedagógico. Sus reflexiones se consideraban de avanzada y, siembran muchas inquietudes, que obligan a proseguir con cautela. Esto autores tienen algo muy particular, generaron la duda, más no presentaban alternativas en forma de recetas. La alternativa, para ellos, radicaba en los docentes, los únicos conocedores de la realidad, porque son quienes están en contacto con ella; cuestión que es muy cierta. Son muchos los casos en que se han importado ideas y metodologías de autores, cuyo vínculo con la educación es mínimo o, de países cuya realidad social es muy diferente a la nuestra. Eso sirve poco. Todo lo contrario, pienso que es menester el desarrollo de una actitud indagadora por parte del profesorado, pues el trabajo creativo del aula es sumamente importante, pero hay que registrarlo, evaluarlo y sistematizarlo para construir teoría pedagógica, propia y contextualizada.
En el caso personal, mi formación docente estuvo muy marcada por las ideas de Piaget, a pesar de que sus aportes fueron dirigidos al campo psicológico y allí los extrapolaron al pedagógico. Se trata de una teoría centrada en el niño, en la cual, el docente desempeña el rol de facilitador y vigilante del aprendizaje de los educandos. La enseñanza queda relegada y se pasa de un extremo al otro. De un sistema tradicional, cuyo centro era el docente, se pasó a un modelo centrado en el niño. Las polaridades tienen sus limitaciones. Es improcedente, más en este momento histórico, la figura de un docente como máximo poseedor de conocimientos, pero, tampoco se puede descuidar su formación didáctica. Al respecto Vygotsky (1979) señala la función del maestro como mediador en la relación sujeto y objeto, pues la construcción del conocimiento es primeramente social, más que individual; de ahí el aporte de este autor con respecto a la intersubjetividad, para alcanzar la intrasubjetividad. Así, el docente se convierte en un intermediario en el proceso constructivo. A medida que le individuo aprende, crece y se desarrolla. Esa es la razón fundamental, por la cual un niño no puede dejarse solo en el proceso de aprender, es que se aprende con los otros.
La teoría de Vigotski (1979) permite comprender un poco el porque los docentes principiantes carecen a veces de un perfil pedagógico; quizás sea que la formación es mediada más desde los aportes piagetianos que promueven el aprendizaje del niño en función del desarrollo, de lo biológico, de la formación de esquemas de pensamiento y de allí, la función del docente como facilitador. La idea entonces, no es centrarse solo en el aprendizaje, ni en la enseñanza, sino en ambos procesos. Se trata de construir una teoría pedagógica que rescate la enseñanza, sin obviar la condición del educando y, de esa forma pueda propiciarse una labor pedagógica reflexiva y transformadora. Es prioritario que el docente tenga conocimiento sobre como aprende el que aprende para que lo pueda enseñar. El aprendizaje tiene que verse como un proceso individual, porque nadie aprende por mí, pero es social porque no aprendemos sin los otros. (Becerra, 2024).
Por otra parte, considero que la idea no es hacer ver a la universidad como la culpable de todas las circunstancias superadas al iniciar mi vida profesional; al contrario, existe un afecto a esta institución, pues allí obtuve el título que me acredita y allí he continuado mi proceso de crecimiento profesional, pues hace más de 25 años que me desempeño como formadora de formadores. Todo ese interés, que pude desarrollar para ser cada día mejor profesional, pues me condujo por otros escenarios formativos, como los estudios de postgrado, la escritura de artículos divulgativos de experiencias pedagógicas y reflexiones teóricas, que permitieron mi entrada como profesora a esta ilustre universidad de la cual egresé como Licenciada en Educación.
Sin embargo, la situación vivida como profesora novel, no me priva la formulación de críticas constructivas. Se trata de reflexiones que invitan a las universidades a revisar su función formativa, en el sentido de preparar los profesionales en la docencia acorde a las necesidades sociales del país. Para aquel momento, estamos hablando de unos 32 años atrás, el movimiento pedagógico que se generó en el país, condujo a cambios sustanciales. Estaban en su esplendor autores como Nacarid Rodríguez, Carlos Manterola, Aurora La Cueva, Arnaldo Esté, el grupo de CENAMEC, Margarita Pacheco, los profesores Garzón y, un conjunto más de estudiosos quienes se constituían, para los maestros de entonces, en nuestras zonas de desarrollo potencial. La ULA, bajo la responsabilidad de la gran maestra de maestros Dámaris Díaz, realizó una reforma curricular muy interesante, que se desarrolló en la modalidad de anualidad. Realmente, se formaron generaciones excelentes. Recuerdo que no era esa carrera en carrera que impone el régimen semestral, sino que se trataba de periodos de tiempo, que daban para profundizar en los contenidos e introducir a los estudiantes en situaciones de estudio real, como lo dice Freire (2004), en el sentido de des ocultar la realidad y comenzar la comprensión de la misma, a partir de la lectura de la palabra y viceversa. Fueron años de luz, que hoy a través de este artículo quise rememorar.
REFERENCIAS BBIBLIOGRÁFICAS
Becerra T. G. Y. (2024). Teoría de la Educación y Pedagogía. Saberes necesarios de la formación docentes. Universidad de Los Andes.
Freire, P. (2004). Pedagogía de la Autonomía. Sao Paulo: Paz e Terra SA.
Martínez B., A. (1990). Teoría Pedagógica. Una Mirada Arqueológica a la Pedagogía. Pedagogía y Saberes (1). Bogotá.
Stenhouse, L. (1995). La investigación del currículum y el arte del profesor. Acción Pedagógica, 4(1,2).
Vygotsky, L. (1979). El desarrollo de los procesos psicológicos. Barcelona: Crítica.
Zuluaga, O. y otros. (1988). Educación y Pedagogía. Una diferencia necesaria. Educación y cultura. (14). Bogotá.
Para referir este artículo: Becerra T., G.Y. (2024). Memorias Reflexivas sobre la práctica pedagógica de una Maestra. En. Pedagogia.club. Disponible: https://pedagogia.club/articulos-pedagogicos/memorias-reflexivas-sobre-la-practica-pedagogica-de-una-maestra/